jueves, 24 de enero de 2008

Dientes sanos

Ir al dentista, a pesar de que no le tengo temor, no ha sido uno de mis hábitos más usuales. Mi primera vez (que yo recuerde), a pesar de que suene maricona, fue con un moreno. Limpio y pulcro como ninguno. Atendía con mucha amabilidad y realizaba todo con cuidado. En ese tiempo habré tenido 10 años o menos, y recuerdo los juguetes que me daba al final de la consulta. Yo me quería llevar los dientes acrílicos y jalarle la falda a su asistente. Nunca me dejó. Ni uno ni lo otro. Solo se reía, extendía su brazo y me alcanzaba un carrito rojo o, en el mejor de los casos, verde (que tenía las llantas más grandes).

Después de eso, me olvidé del tema. Me negué siempre a regresar. Prefería jugar, comer de todo y esperar a que me duela para ir a uno. A los 15 años, regresé. En esta oportunidad, me curaron un par de muelas y me acomodaron las del juicio. Fueron como unas cuatro sesiones con el dentista. No fui con el negro. Él, al mejor estilo Michael Jackson, solo atendía niños. Eso me enteré después. Ahora no quería juguetes ni la falda de su asistente. Quería a la asistente. Pero en fin, tuve que cambiar de doctor. Esta vez fue el novio de una amiga de mi papá. Un viejo muy amanerado que le sobresalían sus delicados dientes de oro en el fondo de su boca. Desde ahí comenzamos mal. Sin embargo, a mi viejo le salía más barato. A esa edad, y en realidad en todas, el que paga, manda. Yo no pagaba. Solo miraba, abría la boca y dejaba que haga lo que quiera con ella (recién me voy dando cuenta que describir el hecho de ir al dentista, puede resultar una experiencia algo "mariconesca"). Pero al parecer, no lo hizo mal. Todo en su lugar durante mucho tiempo.

Pasaron unos años e ingresé a la universidad. Uno de los innumerables trámites que se tenían que hacer era: revisión odontológica. Fui, me revisaron y a mis párvulos 17 años, tenía todo perfecto. En su lugar. Ni una caries ni nada. Me sentí bien. No tendría que regresar. Misión cumplida.

Ocho años han pasado y me comenzó a doler la muela. Con pepas logré parar el dolor pero éste siempre regresaba tercamente sobre mi dentadura. Caballero pues, al dentista. Felizmente ahora tengo seguro. Todo saldría más barato. Ahora, el que paga soy yo y yo mando. En ese momento recordé que no sé nada sobre muelas ni mucho menos sobre curaciones.

Primer paso: llamar al seguro. Cuando pregunté, me dieron decenas de nombres de clínicas y dentistas. Fue un mareo constante, además del dolor de muela. Atiné a decir: dime cuál está en Miraflores. Me dieron el nombre, teléfono y dirección. Saqué mi cita.

Tienes 5 caries y una endodoncia. Te sale (a pesar de que mi seguro me cubre bastante), 700 soles. Madre mía. Más pobre no me podía sentir. Caballero, hazme lo más grave, lo demás déjalo para el otro mes (u otro año, pensé). ¿Y por qué tan caro? Los materiales que te cubre el seguro no son muy buenos. Mejor trabajamos con mejores productos y lo hacemos bien. Calidad no cantidad. Ya pues. Regresa el lunes a las 9 de la mañana. Ahí te verá el especialista.

Llegué tarde: 9:30. 9 de la mañana es muy temprano. Felizmente, ella llegó conmigo al consultorio. Sí, era mujer. Una señora que bordea los 37 años, casada con hijos, con una dulzura nunca antes sentida (de repente estoy exagerando, pero era muy dulce). Cada movimiento me dejó pasmado. Abre la boca. Yo abría. Manipulaba con tanta ternura y suavidad cada muela de mi boca, que practicamente no necesité de anestecia. Ya estaba adormecido. Que toque todo lo que quiera. Que taladre. Que jale fuertemente. Que martille. Que me saque las muelas. Que me cambie toda la dentadura. ¡Hasta que me ponga dientes de oro! Terminó la cita y yo no me quería levantar de la silla. Fue una hora entera. Ella me miró y me movió la ceja y la cabeza como diciéndome: ya párate. Esto fue el adiós a una hora entera de placer, donde me quitaron todo dolor.

Sin embargo, los malestares continuarían. Solo me tocaron los más urgentes. La cuenta US$147. Me vinieron los dolores a la muela. Ahora me dolían todas. El hígado comenzó a convulsionar. Las esfínteres se aflojaron considerablemente. Y tan solo me tocaron dos dientes. Felizmente tengo seguro. ¡¡¡El seguro es una mentira!!! Por las puras pago. Y yo que pensé que me iba a salir casi gratis. Eso sí, moraleja: lávate bien los dientes.

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