martes, 3 de agosto de 2010

Ciudadanos del pueblo

Mientras Willie Colón empezaba a sonar por ahí con Talento TV, todos los puestos de comida en el Burgess Park, en Elephant and Castle, se volvían inaguantables para poder conseguir algo para meterse a la boca. Señito, ‘porfa’, una porción de anticuchos, pero que parezcan dos. Ya pues señito, somos tres. Una yapita - pugnábamos junto con Sebastián y Carolina, dos amigos peruanos, por una porción más generosa de lo habitual de unos anticuchos con forma y tamaño de pancita. Corazones desnutridos pero peruanos al fin y al cabo. Vamos señito, somos peruanos, no sea malita. El resultado: tres palitos y harta papa. Sin rocoto, que se terminó, pero algo logramos. En el puesto de al lado, de comida colombiana, estaban Carlos y Alejandra. Él, un colombiano que vive hace dos años acá, y ella una venezolana que cumple, esta quincena de agosto, cinco años como ‘Londoner’. Los dos embutiéndose arepas sin parar, pasándo la comida con una refrescante Guaraná traída directamente de Brasil y lejos de tanta politiquería absurda e ignorante en que suelen envolverse nuestros pueblos. Sin embargo, esto era el Carnaval del Pueblo, la más grande fiesta latinoamericana en Europa y no había tiempo para pensar en sandeces. A tomar y a comer, definitivamente, más importante.


A las 12 del día empezó todo. A dos cuadras de la estación de subterráneo de Elephant and Castle se inició el corso que fue a lo largo de todo Camberwell Road y terminó en el Burgess Park, así como todos los años desde 1999, cuando empezó esta multitudinaria costumbre. Peruanos, chilenos, bolivianos, brasileños, colombianos y mexicanos fueron los principales corsos que pasearon en esa caliente pero no muy soleada tarde de verano londinense.

¿Por qué Elephant and Castle? Esta zona está situada al sur de Londres y sus pobladores son básicamente latinoamericanos o africanos. Gran parte de los negocios son latinos y en ellos se pueden encontrar muchos ingredientes imposibles en cualquier supermercado de esta isla. Si uno quiere, por ejemplo, conseguir ají amarillo, tiene que ir a Elephant, no hay otra opción. También puedes conseguir pisco, aunque eso dependerá de la cantidad de contrabando que haya llegado. El pisco no me dura más de una semana, me dijo Catalina, una ecuatoriana que tiene el puesto de ingredientes sudamericanos en Elephant y que lleva 20 años en Londres sin siquiera aprender inglés. “No puedo, no me sale”, contó esta señora, abuela de ocho nietos, que intenta sobrevivir en esta ciudad y que se pelea con su plato peruano de pollo al cilindro, al lado de los 200 puestos de comida latinoamericana y caribeña.

Más de veinte mil personas tomando, comiendo, bailando y saltando en este gigantesco parque londinense. Cuatro escenarios con música de todos los géneros. Samba, cumbia, rock, electrónica, todo al alcance de la mano. Y además muchos avisos para brindar ayudas legales en distintos casos de migración. “El teléfono de la esperanza” para que los que tengan problemas con el visado vayan por consejo. Inmediatamente después, en una de las pantallas gigantes, apareció Tara Hoyos Martínez, la representante inglesa en el siguiente concurso Miss Universo. De padres colombianos, fue Miss Londres para después convertirse en Miss Gran Bretaña. La belleza latina se impone y se va a imponer en el mundo, dice el animador de la fiesta que me hace recordar a Koko Giles.

Pero no solo los latinos disfrutan del carnaval. “Esta es una fiesta muy conocida. Es mi primera vez aquí, pero todo el mundo hablaba de esta fiesta. Y bueno, somos españolas, nos gusta la música y la cultura latina”, me dijo Alicia de Albacete mientras le daba un seco y volteado a lo último que le quedaba de cerveza en su lata de Stella Artois. Por otro lado, Martina, una sueca casada con Miguel, un peruano que conoció en Cusco, lleva una cinta en la cabeza que dice “Te Amo Perú” y come el último bocado de su tamal de pollo. ¿Cómo sería Sudamérica si siempre fuera carnaval?

miércoles, 5 de mayo de 2010

Imágenes

Colindale. Norte de Londres. Una Hello Kitty versión japonesa color pastel va con sus dos pequeñas y risueñas Hello Kittisitas vestidas al mismo estilo de ella. Misma caminada erguida y delicada que tienen muchas japonesas. Mismos lentes de medida. De marco ancho de carey. Mismo gorrito tipo granjero color tierra. Camisas a rayas y a cuadros que combinaban el marrón, el blanco y el beige. No iban vestidas iguales pero lo estaban. Falda de un solo color que les tapaban las rodillas y medias blancas estiradas hasta la mitad de la canilla. Botas al estilo Caterpillar, marrones, pequeñitas, hasta los de la madre. 'Freakis'. Mientras caminan les va pelando mandarinas y dándoselas poco a poco. Llegaron al paradero del bus y se sentaron. Continuó dándole mandarinas, después Evian. Llegó el bus, se subieron. Empezó a llover.

martes, 16 de febrero de 2010

Puntos de más

Odio San Valentín. Odio porque en todos lados te quieren vender diferentes cosas para que le lleves a tu pareja. Todos regalos ordinarios y comunes que suelen darse los enamorados sin gracia ni apetito. Chocolates, ropa, perfumes, flores, cenas en restaurantes y cosas materiales que le quitan emoción a cualquier relación. Y, aunque no lo crean, existen mujeres y hombres que gustan de esas costumbres. De ellos vive este mercado consumista. Lo odio porque durante las semanas previas todo es rojo o rosado y empiezan a bombardearte el buzón del correo (electrónico y postal) con cientos de ofertas que no estoy dispuesto a pagar. Nunca en mi vida festejé este día. Todo está lleno, todo el mundo se acuerda de su pareja en ese día, como si todas las semanas que pasas al lado de alguien que quieres no fueran especiales. Lo mismo que pasa con el Día de la Madre o el Padre. Todos se esmeran durante ese domingo, a las mamás les regalan electrodomésticos y a los papás corbatas, y no se acuerdan de ellos durante el resto del año. Me desespera San Valentín porque muchos en el Messenger colocan mensajes amorosos dirigidos a sus parejas. ¿Acaso eso no es algo íntimo? “Eres el amor de mi vida”, puso una incauta. Otros en el Facebook se desviven por querer demostrar que viven un sueño de Hadas con sus parejas. Cuelgan fotos besándose, un poco más y publican fotos teniendo sexo, se juran amor eterno y se responden por medio de los comentarios de las fotos. ¿Acaso eso no se lo pueden decir en persona? ¿No es un poco ridículo estar ventilando a dónde fueron ese día o a dónde van a ir? ¿A quién le importa? Bueno, ya cada uno con su tema. Y bueno, este 2010, en Londres, no fue la excepción. No festejé. Tampoco tenía con quién. Pero tuve a mis amigos al lado. La pasamos bien, pero a pesar de eso, lo sigo odiando. Lo odio y, en venganza, esa noche me dejó una marca que difícilmente se borrará del todo.

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Eran las 2 de la mañana, me imagino. Salíamos de un bar en Notting Hill (sí, el barrio de la película) y decidimos ir a sacar un vino y un whisky de la casa de Sergio. Él vive en una residencia de estudiantes. Una sofisticada que más parece un hotel, puertas dorado brillante y piso de mármol, con un recepcionista que te mira con mala gana y te pregunta en todo momento a dónde vas. Bajó y nos fuimos directo al parque. Dicen que los peruanos tomamos de pie y es verdad, buscábamos un parque para tomar de pie. Y nos fuimos al más grande. Al Hyde Park. Estaba con Sergio y Marco (un peruano-alemán que recién conocí y que pudo habernos malogrado la noche con sus arranques violentos queriéndose pelear con todo el mundo que pasaba a nuestro lado o lanzando las botellas de vidrio a la pista). Pero bueno, llegamos al parque y estaba cerrado. Todos los parques los cierran en las noches. Y no se le ocurrió mejor idea a Marco que trepar. Él estaba acelerado. Pidiendo coca a todos. Queriéndose parchar. Yo no consumo esas cosas y Sergio tampoco, así que no lo podíamos ayudar con ese tema. Entonces este audaz conocido decidió saltar la valla de seguridad del parque. Sergio lo siguió. Yo prefería no entrar, pero me ganaron, dos contra uno. Y salté, resbalé y caí. Quise hacerlo rápido, como cuando tenía 15 años y todo era fácil. Pues han pasado 12 años y mi cuerpo, aunque estoy llegando al peso de ese entonces, está un poco oxidado. Me fui de costado. Tengo raspado todo el brazo derecho, la nalga derecha no me permitió moverme con normalidad en las siguientes horas por el dolor y mi cabeza se dio contra el pavimento y terminó con un corte que le correspondió 4 puntos de cocida. Apenas me levanté, no me había dado cuenta de la gravedad del asunto. Me limpié el polvo y fui a buscar la botella. Sergio me miró con cara extraña. Sentí mi rostro frío, un poco húmedo, puse mi mano a la altura del ojo derecho y se empapó de sangre. Estaba mojadito. Salimos rápidamente del parque y tomamos el primer taxi que vimos. Primera vez que subo a un taxi en Londres y fue en pésimas condiciones. Nos llevó al hospital.

Llegamos. La sangre había dejado de salir y, después de dejar los datos en la recepción, procedí a sentarme en la sala y esperar. Habremos esperado dos horas hasta que me atendieran. Mientras tanto, mis compañeros seguían bebiendo en la sala de espera del hospital en vasos descartables. Yo paseaba por todas las salas del hospital, jugando a encontrarme con una linda enfermera que me atendiera. Las seguía a todas. Ellas se reían, me hablaban y, extrañamente, nunca me echaron de las salas de atención. Miraba a los demás pacientes y conversábamos. Algunas enfermeras se me acercaban y me invitaban un poco de agua. Una, rubia alta, ojos celestes, delgadita, de unos 30 años, con una sonrisa maternal y uniforme azul oscuro, me empezó a hacer muchas preguntas (como de dónde soy, si tengo novia, si me gusta Londres, qué hago en esta ciudad), me hizo bromas acerca de mi cabeza y en todo momento me trató con extremo cariño. A pesar de la herida, que todavía seguía latiendo, estaba feliz, hasta que vino un enfermero moreno y grandulón que me sacó de la sala. A esperar afuera, me dijo con mucho respeto pero algo de rudeza. Pues salí y mis compañeros de juerga seguían tomando en la sala de espera. Nadie nos decía mucho. Ellos tomaban con tranquilidad y al parecer a todos les parecía normal. Hasta que me llamaron. Salió el moreno grandulón que me echó minutos atrás.

Entré a la pequeña sala de servicios ambulatorios para que me cocieran. Sergio entró conmigo y el enfermero. Los tres conversábamos, hacíamos bromas y Sergio me traducía todo lo que me decía el moreno. Sergio, sí le entiendo, no te preocupes, gracias. El moreno reía. Y Sergio seguía ahí, haciéndome compañía, pegadazo viendo cómo me iban cerrando la pequeña herida. Bueno, a coser. No sentía nada. Y sin anestesia. Cerré los ojos, me relajé y esperé a que terminara. Me quedé dormido y me despertó el enfermero. Listo, te puedes ir.

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Al día siguiente hice mi mudanza. Me fui a la casa de Rodrigo, un amigo peruano que me ofreció vivir con él mientras tanto. Desperté, cargué mis cosas y salí rumbo a mi nuevo hogar por las siguientes semanas. Se me hizo muy difícil cargar con todo. Llevaba una mochila gigante sobre la espalda, otra mochila para llevar la Laptop en el pecho, un taper grande como para guardar la ropa en el brazo derecho y, en el izquierdo, una carretilla, de esas para hacer el mercado, que jalaba como podía. Todo lo que tenía estaba repleto de cosas. La mochila del pecho se me chorreaba para adelante, el taper me torcía el brazo y la carretilla se me caía cada 20 metros. Caminaba pensando en llegar a la estación del metro. Cuando llegué e iba bajando, como podía, las escaleras mojadas por la lluvia, resbalé y mi trasero fue rebotando por todas las gradas al igual que mis cosas. Una chica que tenía al frente me miraba asustada, tapándose la boca, al notar también el corte en mi frente y lo aparatoso de la caída. Uno de los trabajadores de la estación salió y me ofreció ayuda. No te preocupes, todo está bien, gracias, lo despaché. No quería ayuda, atiné a matarme de risa, recoger mis cosas y seguir mi camino, bueno, sí, después de sobarme por unos minutos el trasero.

Cuando alguien me mira en la calle, me mira la frente. Cuando voy a comprar algo a una tienda, me miran la frente. Cuando voy a mis clases, me miran la frente. Cuando voy en el metro, me miran la frente. Ya nadie me mira a los ojos. Todos me ven con susto, en especial las mujeres y los niños. Nunca me he sentido tan observado en Londres, una ciudad en donde nadie se percata del otro. Sin embargo, días después, ya no me duele, pero me pica y me arde. Quiero que se vaya, no verla más, no sentirla ni tener necesidad de verla para saber cómo está. Quiero rascarla, pero no puedo, tengo miedo que se abra. Pero mejor no la toco, como me decía mi madre cuando me curaba todas las heridas que me hacía de niño: hay que dejar que las heridas cierren bien, porque después se infectan y demoran en cicatrizar. Como algunas otras que quedan marcadas, innecesariamente, por mucho tiempo.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Tarde de Play

¿Alguna vez te han cogoteado? ¿No primo, no? ¿Pero sabes lo que es? Cuando te cogen por atrás, te chapan el cuello y te presionan hasta desmayarte. Pues yo cogoteaba en la Plaza San Martín, ahí pues, donde están los chibolos que se los levantan los cabros de mierda. ¿Conoces, no? Puta que en mi época yo mandaba ahí con mis causas. Era chibolo, pero siempre fui grandazo, así que me tenían respeto. Cagué a varios pero una vez me pasé primo. Ahí creo que la cagué.

Cuando Mirko conversa no para, se pregunta y se contesta él solo. Hace muecas. Mueve todo su cuerpo al compás de su boca. Sus largos pelos rastas, que lo hacen creerse Sansón, giran y rebotan en su cabezota encargada de administrar 140 kilos de humanidad repartidos en casi dos metros de largo. Se jala los mocos, escupe al piso, tose al aire. Se arremanga el polo, dejando ver el inmenso tatuaje de trivales y personajes raros que tiene en todo el brazo derecho, desde el hombro hasta las muñecas. Se prende un huiro para embalarse y jugar Play Station. Dice que me va a ganar y me recuerda los últimos partidos que jugamos la semana anterior con una emoción infantil. Cinco, cero. Cinco, cero. Así te voy a hacer cuando te salude, me dice con una sonrisa pendenciera. Levanta su mano derecha, abre su gigante palma y la mueve de adelante para atrás, de arriba hacia abajo. Haciendo notar claramente los cinco goles que me metió la última vez cuando yo ya me estaba quedando dormido. No para de hablar. Cuando voy a su casa a jugar, tan solo lo escucho, haciendo a veces de moderador de su monólogo. Dándole las pautas de lo que me interesa saber.

¿Unas chelas?, le pregunto a mi anfitrión. Él nunca dice no. Y yo, como buena visita, saqué las chelas de la refri. Mirko tomó la lata de Stella Artois, la abrió con un solo dedo, se la puso en la boca y dejó caer la mitad de la lata de medio litro dentro de su garganta, como si fuera un embudo. Terminó con un grito de placer, eruptó, pidió disculpas (yo no sé ya para qué pide disculpas si lo hace siempre) y cogió su control del Play Station. Lo miré, sonreí y pensé en voz alta. Cómo me gustaría embriagarme un día de estos, acá nunca lo he hecho así furibundamente, aunque ya no sé en realidad si me guste tanto hacerlo, pero una vez en Londres no haría daño. ¿O no? Él me miró y lanzó otro erupto, uno de los más consistentes de la mañana, que se estampó en mi cara junto con el placentero olor a leche y pan con huevo de su desayuno y me dijo: pocas veces en mi vida he estado borracho. (Qué pasaría si se emborrachara más seguido, qué tales eruptos carajo, son tan fuertes que marean) Como en todos lados me querían sacar la mierda, si estaba borracho no la hacía. Me sacaban la mierda. Siempre he parado en la calle, desde chibolo, he vendido lapiceros, tarjadores, linternas, encendedores, de todo lo que te puedas imaginar en los micros en la avenida Abancay. Así que siempre supe cómo cuidarme. Me drogaba, harta pasta, crack, combinado, ganya, terocal, ácidos, qué no me he metido. Me he metido de todo y también he parado mucho en centros de rehabilitación.

Pero retomando, ¿no te había contado que una vez maté a un tombo? No, le respondí y me acomodé en el sillón para escuchar atentamente uno de sus relatos, los que suele contar con mucha emoción. Prendió otro huiro y mientras aguantaba el humo en sus pulmones, se puso a hablar como ahogado. Estaba pasando cerca al Bolivar, eran las 7 de la noche y mi causa Pepín había cerrado a un cabro que había ido a levantarse chibolos. Lo tenía ahí, contra la pared, entonces yo pasé y le silbé para ver si necesitaba ayuda, me hizo una mueca y de frente, sin roches, pum, al cuello, pa, como debe ser. Pero se puso bravo el compare y empezamos a hacer fuerza. Yo siempre fui grandazo primo, así que no me iba a cagar. Se me iba para adelante, para atrás y se puso medio jodida la cosa, así que lo apreté más fuerte. Lo dormí. Le abrimos su billetera y vimos la placa de tombo. La cagada, robamos y nos fuimos corriendo. A los 20 metros giré para ver si se había despertado, pero nada, seguía tirado, no despertaba. Tú sabes primo que cuando te duermen quitándote el aire tienes 20 segundos para despertar, si no lo has hecho, estás cagado. Si no sabes cogotear bien, se te puede pasar la mano, como a mí esa vez, y cagar a alguien. El huevón nunca más lo vi levantarse. Corrí un poco más, volví a girar, seguí corriendo, volví a girar, hasta que empecé a correr más hasta perderlo de vista. Nunca despertó. Por lo menos yo no lo vi pararse.

- - ¿Cuántos años tenías?
- 17.

Cuando era chibolo la he cagado muchas veces. Me mechaba y no me importaba mucho a quién tenía enfrente, pero una vez un tío me dijo: “oe comparito, ten cuidado, porque desde que los fierros se inventaron, las fuerzas se igualaron”. Me cagó. Puta primo, yo cuando vaya a Lima tengo que estar bien atento, no puedo ir por cualquier lugar, porque sé que me están buscando, en Chorrillos, en Barrios Altos, en Maranga, en Barranco. Me quieren dar vuelta. Y todo por flacas. Las flaquitas me buscaban y yo nunca aflojaba. Y algunas de estas tenían macho. A uno le saqué la entreputa en el Dragón. Le saqué la conchadesumadre, pero la conchadesumadre. Se ríe. Lo cogí desprevenido, con una banca, pero todo vale pues. Ese huevón, a la semana siguiente, me siguió con fierro primo por todo Chorrillos. La gente me saca al toque, yo no paso desapercibido en ningún lugar, mi pelo, mi cuerpo, mi voz.

Le metí el primer gol. Me agarraste desprevenido, yo que te estoy contando mis historias y tu causa te me aprovechas. Ya fuiste. Zlatan (Ibrahimovic) te hará parir. ¿Y nunca has matado a nadie más? ¿Cómo sabes que está muerto?, le pregunto curioseando, como quien no quiere la cosa, acerca del supuesto policía. Yo creo que está muerto, he visto muchas cosas de esas y años después me detuvieron porque estaban buscando a un sospechoso de homicidio con mis características, al final safé rápido, tuve suerte. Pero después de él, no primo, creo que no he matado a nadie más, le he sacado la mierda a gente, con piedra, cuchillo, con sillas. Compare, cuando tú te mechas, vale todo. Eso de caballeritos para los cabritos. Coge lo primero que veas y tíraselo en la cabeza. Que yo sepa no he matado a nadie más, pero no me sorprendería que alguno haya pasado a la otra. Si te contara todo lo que he pasado, tendría para hacer un libro. ¿Qué te parece si yo te cuento y tú lo escribes? Ahí está. Tú puedes hacer mis memorias y nos hacemos millonarios. Desde que lo conocí, limpiando baños en la madrugada, al igual que yo, me dice para que escriba sus historias. Siempre me río y siempre le digo que con un libro es poco probable que nos hagamos millonarios. Pero él insiste obsesivamente, sin hacerse el macho como cuando golpea, sino el niño como cuando juega.

viernes, 5 de febrero de 2010

No more food

Después de haber dado una de mis tantas clásicas y muy oportunas vueltas al parque como preámbulo de meditación antes de ir a algún lugar, decidí ir a la escuela de inglés. Una hora de camino hasta ese fucking local. Salí camino al tubo. Tuve que cruzar todo el parque, pasar por canchas de tenis, resbaladeras, columpios, sube y bajas, canchas de fútbol 8 de cemento y canchas de básquet, una biblioteca. Y a la altura de la biblioteca, me crucé con una japonesita con lentes grandotes medio polarizados, chullo, orejeras, toda cubierta de negro, dándole de comer a unas palomas y ardillas. Qué linda esta japonesita, pensé, dándole de comer a los animalitos. Pero mientras más me iba acercando a esa tierna imagen, iban llegando más ardillas, más palomas y con las palomas, llegaron cientos de palomas que empezaron a atacarme porque yo estaba al lado de la comida, empezaron a llegar una cantidad inaguantable de palomas. Lluvia de palomas. Evité a dos que iban directamente a mis rodillas. Una que rozó mi morral. Me imagino que el que estuvo viendo esa situación se debe de haber estado cagando de risa. Otra paloma me quiso hacer un tercer ojo. Me empecé a impacientar, por donde iba veía más pájaros. ‘Hey girl, no more food’, ella recién se percató de la cantidad de pájaros que tenía encima y que se le venían, se había quedado pegada echando pan al suelo. Me miró de reojo, tiró la bolsa de pan al suelo desperdigándose para regocijo de los plumíferos, y salió disparada fuera del parque, como asustada, pero los pájaros seguían llegando y también empecé a correr, evitando que me caiga algún pájaro perdido.