lunes, 28 de julio de 2008

A la policía se le respeta

Dicen que se le respeta y que son la ley, sin embargo, cada día que pasa me doy cuenta que la vida real te dibuja algo totalmente diferente.

Era viernes y para celebrar el fin de semana, saliendo del trabajo, nos fuimos a tomar unos piscos sour al bar que muchos catalogan como la casa del trago bandera: el Hotel Maury. Está ubicado a dos cuadras de la Plaza Mayor de Lima y fue uno de los hoteles más respetados y lujosos de Lima cuadrada de hace unos 20 o 30 años. Ahí reposa, con todos sus recuerdos, su bar. En donde es imposible no imaginarse puros en las manos, sombreros altos, bastones, smokings y música clásica alrededor. Fácilmente podría oler a naftalina, pero la manera de cómo se renueva su público lo hace rejuvenecer día a día. Acoge comensales de todas las edades. La primera vez que llegué a tomarme un pisco en una de sus mesas, tenía 19 años, y en la última vez que fui, me crucé con señores de 60. Mucha diversidad. Pero bueno, me estoy alejando de mi historia. Divago con facilidad.

Después de tomarnos unos 3 tragos, nos retiramos a nuestros hogares. Esperé a que mis amigos salieran del trabajo y nos fuimos a comer. Chifa eligieron y al Wa Lok de Angamos en Miraflores llegamos. Eran casi las 12 de la noche y nos atiendieron con las justas. Después de comer como cerdos, buscamos unas cervezas. Todo estaba lleno por Miraflores y terminamos en Barranco. En una casa vieja a la que ya había ido antes a tomarme unas cervezas. Esta era su última velada. La iban a derrumbar y era su despedida. Fiesta demolición. Nos prometieron que sería un tono tropical, con chicas selváticas y ritmos como los Mirlos o Juaneko, y no escuchamos nada de eso. Tampoco era que moríamos por esa música, tan solo queríamos algo de movimiento. Tres cervezas entre 6 personas y yo ya estaba muerto de cansancio. Se me cerraban los ojos y decidí irme. Manejé hasta Magdalena para dejar a un amigo y regresé a Miraflores para dormir. Eran las 2 de la mañana y a unas cuadras de mi casa, cuando le colgaba el teléfono a Pia, mi mejor amiga que me llamó para reclamar por mi ingratitud en los últimos días, escucho las sirenas de una camioneta de policía. Deténgase.

Papeles. Ahí está todo. El brevete, la tarjeta de propiedad y el Soat. El Soat lo acabo de comprar (felizmente mi papá se percató cuando le dejé el carro en mi último viaje y me lo compró). ¿Sabía que está prohibido hablar por teléfono mientras maneja? Claro que sí. Era una urgencia. ¿Y ha tomado, no? No. Sople. Ha tomado. Un vaso. Hágame la prueba. Ya. Hagámoslo más rápido, cáete con un sencillo sobrino. No tengo plata (le mostré mi billetera y efectivamente, no había dinero, puras deudas). ¿Y ese billete? En medio de todos mis papeles se escapaba la puntita de 50 pesos argentinos falsos con el que me estafaron cuando viajé a Argentina. Estaba doblado y el policía no titubeó en llevárselo. ¿Cuánto me dan por esto? Son 50 soles jefe. ¿En serio? ¿Tienes más? (miró en mi billetera y jaló dos billetes verdaderos de cinco pesos) Me dio risa su descaro para pedir las cosas y lo angurrienta que suele ser la ley en nuestro país. Se lo dí, me despedí cordialmente y aceleré. Nunca doy dinero, prefiero la papeleta, esta ha sido la segunda vez que hago eso, pero en fin.

¿Está bien que me haya dado risa o me debió dar pena la forma desesperada con la que me rogó por dinero? Ahora ese policía se debe estar mirando al espejo repitiendo: "soy un imbécil". Pues sí, lo eres. Tú y toda tu gente.