jueves, 16 de abril de 2009

La gran fiesta de la carne

Este es un texto que hice para el taller de la FNPI, es la versión larga... una versión más pequeña salió publicada en El Comercio (http://www.elcomercio.com.pe/impresa/notas/gran-fiesta-carne/20090322/262677). Ahí va...

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Todo el público postrado a los lados de la avenida los aplaude. Motivado por ello, Gatúbela le roba un beso en la boca a la Mujer maravilla. King Kong coge fuertemente del brazo a una marimonda que camina chueco y amaga vomitar todo lo que tiene dentro. Tres monocucos, los payasos del carnaval, intentan abrir una botella de ron al mismo estilo que los Tres chiflados y uno de ellos, el más ebrio, termina abriéndola con su boca para tragarse la mitad de ella. Los policías, los únicos no disfrazados, intentan poner orden. No pueden y tampoco lo intentan mucho. Nadie les hace caso. Están en medio de la guacherna, el desfile que le pone punto final al pre carnaval de Barranquilla y le da comienzo al carnaval propiamente dicho, en donde se desbordan con mucha facilidad todo tipo de pasiones. Dicen que todo está permitido en estos días: las mujeres se desbandan detrás de máscaras, los hombres enferman sus mentes con o sin máscara, toda la ciudad huele y sabe a alcohol y te regalan condones por todas las calles. Todos lo disfrutan excesivamente, tanto que en noviembre, nueve meses después, se dan los mayores índices de nacimientos de niños en Barranquilla, dando a luz a los llamados Hijos del carnaval. Todos se preparan con varios meses de anticipación para esta festividad que para casi todos los barranquilleros es más importante que la Navidad.

Falsas promesas

Había llegado a Barranquilla para disfrutar, durante cuatro días, de su fiesta; pero mientras iba conociendo más, me involucraba más, sin querer queriendo, en este jolgorio que se reproduce salvajemente en la piel de todo aquel que se diga barranquillero (y de todo aquel que quiera serlo). Sin embargo, en medio de mi éxtasis, me iba cruzando con personas que no me hablaban bien del carnaval. Mis amigos los taxistas evangélicos.

Era mi segundo día en Barranquilla y me iba a Barrio Abajo, uno de los primeros barrios de esta zona del Atlántico y donde se iniciaron los carnavales. Quería conocer las raíces de esta fiesta. Tenía un minuto dentro del taxi y reconocí un tonito, el mismo que escucho en la casa de mis papás cuando los voy a visitar en Lima. Música evangélica.

- ¿Eres evangélico, no?
- Sí.
- ¿Y te gusta el carnaval?
- No, no participo. Ahí está el pecado. No hay control. La gente se droga, se emborracha, las mujeres no ven a sus esposos durante varios días. ¿Eso cómo puede ser diversión?

Una vez que llegué, empecé a caminar y caminar sin rumbo. Había escuchado algunas cosas de este lugar, pero estar ahí es distinto. Las calles están pintadas de amarillo, azul, rojo, rosado y verde; los autos pasan disfrazados con los mismos colores; las mujeres, morenas con el trasero firme y ojos de gato, te miran con deseo; las ancianas te sonríen; y no te hacen sentir en el lugar peligroso que tanto comentan. En la misma zona se encuentra la Casa del carnaval, donde están las oficinas en las que se prepara logísticamente toda la fiesta. En Barrio Abajo finaliza el desfile de los carnavales, la gente baila, se organizan ruedas de cumbia y todas las personas van a terminar como se debe el carnaval.

Me habían hablado mucho del Pavo, uno de los personajes más representativos del carnaval. Que había sido Rey Momo; que le encanta el carnaval; que tiene su comparsa llamada La rebelión de las auténticas marimondas (el único disfraz tradicional de Barranquilla); que había ido a la sede de la Unesco en París, representando a la ciudad, cuando le dieron al carnaval de Barranquilla el título de Patrimonio intangible de la humanidad; y también que él le había prometido a su mujer que dejaría el carnaval después de ser Rey Momo e iría a la iglesia evangélica con ella. Esto último no sucedió. El Pavo se coronó Rey Momo 2008 y en este 2009, dicen, está más enganchado que nunca con el carnaval.

El Pavo no llegaba. Dentro de su casa estaba su rottweiler, que, para colmo, también se llamaba Pavo. El Pavo, aunque su sobrenombre no lo refleje, es uno de los personajes ilustres de Barranquilla. Me lo imaginaba un gordo molesto y quisquilloso, sin embargo, cuando llegó, era todo lo contrario: sonriente y bonachón. Su palabra es la más respetada en Barrio Abajo. Físicamente es una versión caribeña de Homero Simpson. Moreno, de mediana estatura y con una panza llena de arepas y de ron. No debe medir más de 1.70m.; usa un bigote denso; tiene unos ojos saltones, que te comen con la mirada; a diferencia de Homero, tiene pelo: es corto, negro y ondulado; siempre va vestido con un short y camisas floreadas de todos los colores. No tiene dinero y lo que le sobra no es cariño, sino carnaval. Cuando escucha esa palabra, se pone como un niño. Salta, corre, deja todo su dinero, bebe ron, se amanece, llora. Su esposa, dicen, está harta. Es como Marge que adora a Homero pero él siempre termina haciendo lo que le da la gana. Ella es Nubia. Adorable, tranquila, buena, una mujer maternal, de esas que todos los machistas quisieran tener en su casa. No fuma, no toma ni baila pegado. Es evangélica.

Hace 18 años Nubia se enamoró del Pavo. Hace siete, aceptó a Cristo en su corazón. Cuando ella se convirtió al evangelismo pensó que lo convencería de abandonar lo que su iglesia considera sus pasiones pecaminosas y seguir el camino del bien. Lurlini, le hermana del Pavo y creyente de la fe desde hace 15 años, fue la que llevó a Nubia a la iglesia.

- ¿Y el Pavo no se molestó?
- ¡Claro! Nacho se puso como loco cuando se enteró. No le gustó nadita la idea. Dijo que ella no tenía necesidad de ir a la iglesia porque ella es una mujer buena, dedicada, trabajadora. Pero él no comprende. Dios nos da tranquilidad, papi. Pero ninguno de los dos se hace problema. Se toleran y se respetan.
- Él nunca dejará los carnavales…
- Imposible (risas), el Nacho cada vez está más prendido en los carnavales, nos guste o no, papi.

El día está terminando y son las siete de la noche y Nubia le sirve agua helada a unos niños disfrazados de murciélagos que van a seguir ensayando. El Pavo sale totalmente cambiado de marimonda: saco, camisa y pantalón puestos al revés, junto con una máscara en la que resalta una nariz de elefante y unos ojos de huevo frito. Se despide de ella con un beso volado y va corriendo a la calle. Toda hora es carnaval, la fiesta de la carne. Apúrense. Qué Dios nos ampare.

Siempre vivo en Dios

Tercer día en Barranquilla. Seis taxis tomados y cuatro taxistas evangélicos es el saldo inicial. No puedo con ellos. Siento que algo me persigue, no sé quién ni qué quiere, pero está ahí, otra vez. El mismo tonito. La misma radio. Hasta empiezo a soñar con Cristo y todos los productos que te venden por televisión, como el manto sagrado y la rosa bendita. Veo al pastor de la iglesia pidiéndome todos los diezmos que me olvidé de entregar. Me comienza a dar miedo. Quiero ron. Hay tres posibilidades: o hay alguna compañía de taxis evangélica o están mandando a todos los fieles a predicar el evangelio en los taxis o, sí pues, Dios me quiere en sus filas. Pero me resisto. Todavía quiero sentir el pecado, por lo menos un tantito. Eso sí, estoy pensando seriamente no hablar más con los taxistas.

- ¿Hace cuánto es evangélico?
- Más de 15 años.
- ¿Y desde que está en la iglesia ya no participa del carnaval?
- En verdad, nunca me gustó el carnaval. Mucha gente, mucho tumulto, te aprietan, no, eso no es para mí. Nunca lo fue.

Bajé del taxi con la cabeza hinchada de mensajes evangélicos y me acordé de las palabras de mi madre antes de partir a Colombia. Que Dios te bendiga, me repitió dos veces por teléfono. Bueno, gracias a Dios y a mi madre tengo mis ángeles guardianes: los taxistas. Pero trato de ser rebelde, me cuido solo.

Como jugando, encontré al Siempre vivo, un hombre que solía gozar del carnaval y desfilar disfrazado con machetes y cuchillos de papel incrustados en el cuerpo. Recibió a Dios en su corazón y guardó su disfraz ensangrentado. El Siempre vivo cambió, ahora es el Siempre vivo en Dios.

Empezamos a hablar de su vida, del carnaval y desde que lo vi, me di cuenta de que eso le faltaba: carnaval. Empezó desempolvando artículos periodísticos que le hicieron en la última década. Terminó poniéndose nostálgico con cada foto que veía. Los miraba con detenimiento, con la misma pausa con la que habla. No se altera por nada y conversa muy bajito. Su rostro rosado se enrojece. Su mirada es tierna, hasta algo paternal. Pero casi nunca está enfocada, como perdida. Al parecer toda la marihuana y el ron que se metió hasta hace dos años hizo efecto. Y es que también a sus 58 años de vida y casi cinco décadas de tradición carnavalera, cualquier cuerpo tiene que pagar el costo de la diversión carnívora.

De lo que recuerda el Siempre vivo, este es el segundo carnaval en el que no participa. Hoy es curador de obras de arte y enseña en un colegio. Aunque no le creo tanto, dice que no extraña el carnaval. Con su mirada se desmiente.
- Lo malo del carnaval es que la diversión y la libertad se confunde con libertinaje.
- ¿Tanto así?
- Así es, se aprovecha para pecar. Ahora estoy encantado de ir a la iglesia y conocer más de Dios. Lo pasado, pasado está. Tengo que mirar hacia adelante. No pienso más en el carnaval. Si quiero bailar, escucho música evangélica.

Antes de regresarme a Lima lo llamé por teléfono para despedirme. Me cortó rápidamente porque estaba alistando el disfraz de su nieto Andrés para llevarlo al carnaval de los niños. Algo que a él, supuestamente, ya no le gustaba. Cuelgo y, sin darme cuenta, me voy bailando por algo de comer. Si el Siempre vivo no se resiste a la fiesta, por qué tendría que hacerlo yo.
Me estoy pudriendo. Lo único que quiero es tomarme un ron o una cerveza, pero los cristianos están por todos lados y no me dejan. Si quiero tomarme un taxi a las 3 de la mañana para que me lleven a un night club, me recomiendan regresarme al hotel a descansar.

- A un night club o table dance, como le dicen acá, por favor.
- A esta hora ya no hay nada abierto, mejor lo dejo en su casa o en su hotel.
- ¿No hay nada abierto en Barranquilla en medio de carnavales? Lléveme por favor.
- No. Se va a exponer a los peligros, además se nota que ya disfrutó mucho. ¿Dónde queda su hotel?
- (No estaba ebrio, pero apenas la vi, me sentí así. La Biblia estaba ahí, mirándome desde el tablero, y de música de fondo, el tonito que me persigue durante los últimos días. Comprendí que no me iba a llevar y tampoco quería, a estas horas de la madrugada, hablar de religión, así que hice caso). Bueno, vamos al hotel. Carajo, ni mis viejos me joden tanto, murmuré.

El sí de la gente

Cuarto día en Barranquilla. Me levanté muy temprano y subí nuevamente en un taxi rumbo a las Nieves, otro barrio humilde de Barranquilla, para visitar a una amiga que conocí en la guacherna. Era muy extraño, en este carro no sonaba la música cristiana que tanto amaba. No me dio pena, me sentí relajado por primera vez dentro de un taxi barranquillero. La cumbia y el vallenato eran los ritmos preferidos de William, un tipo de 50 años, con el rostro sonriente en todo momento, muy amable. Un Papá Noel sin barba, pero con casi las mismas canas. Desde que trabaja en su auto se lamenta tener que conformarse con mirar cómo los otros se toman toda la cerveza de Barranquilla durante los días de carnaval.

- Los católicos la tenemos más fácil, no nos hacemos problemas y somos menos corruptos. Pecamos y después rezamos, eso es un empate técnico. Ya después nos vamos a penales. Pero eso pasará después, man, no pensamos en eso. Ellos, en cambio, se llevan toda la plata de la gente en el diezmo.
- ¿Y los católicos también son corruptos?
- Claro, pero tenemos licencia para pecar más seguido. Más bacano.

Mientras caminaba por Las Nieves me topé con una parroquia católica. Entré. El cura no estaba y lo único que encontré fue un periódico de la iglesia. Vivamos como hermanos nuestras fiestas del carnaval, era el titular. Buena onda, ahí sabían que nadie puede con el carnaval. Ni el Pavo ni su esposa. Menos el Siempre vivo en Dios, que lleva a su nieto al carnaval. Ni los taxistas que andan reprimidos. Y menos yo, que me encanta el carnaval. Sírvame un poco más de carne y ron. Te lo rogamos Señor.

Amén.