lunes, 11 de febrero de 2008

Cuento chino

Me regresaba de la playa. Apenas habían pasado las 6 de la mañana y tenía a cuatro borrachos en mi carro. Un Nissan Sentra del 91. De esos cuadraditos. Plateado con un par de raspones por ambos costados. Todavía funciona muy bien, pero yo no me quería regresar. Me quería a quedar a dormir en la playa. Ellos no. Una tenía que hacer, otra simplemente necesitaba dormir en su cama, la tercera estaba inconsciente y el cuarto era un colado, un gordito tetón, con peinado de un Menudo de los 80, antipatiquísimo y recontra gilerín. Quería levantarse a las tres, felizmente yo no llevaba pelo largo, porque también perdía. Felizmente, nadie le hizo caso.

Yo manejaba. A mi costado estaba la dormida. Atrás, algo muy patético. No lo podía creer. Al lado de una de las ventanas estaba la que quería dormir en su cama. Ebria sacaba su cuerpo por la ventana y exigía, a la inconsciente, que iba como copiloto, que ponga Bjork a todo volumen. No comprendía. Mientras tanto, el tetón, en la otra ventana, se arrimaba cada vez más a la que tenía que hacer temprano. Ella, en medio del antipático y la ebria, con cara de confusión, no sabía qué hacer. Solo atinaba a darle más cuerda a las sandeces del varón que tenía al lado.

Seguí manejando. Trataba de hacerlo cada vez más rápido para dejarlos a todos en su casa e irme a dormir. Felizmente todos estábamos en la ruta. No había problema. Cuando me percaté, la ebria ya no tenía el cuerpo fuera del carro; el gordo le hablaba a 12 centímetros de la cara a la confundida mientras le hacía "piojitos" (para los que no saben, es hacer cariñitos con la yema de los dedos sobre la cabeza de la otra persona) a la ebria ya tranquilizada. La confundida, continuaba confundida. La dormida, también, en el mismo sueño. Y yo que no veía las horas de llegar a mi cama, o de meterme a la ducha. Al mar hubiera sido mejor.

Felizmente, a los 15 minutos ya estábamos entrando a Chorrillos. Solo faltaba cruzar todo el distrito, bajar a la Costa Verde y subir en Miraflores. Ah, me olvidaba. El tetón no vivía en Miraflores. Quería que lo dejemos en San Borja. Me negué. Bueno, se me olvidó intencionalmente. Me tendría que agradecer, ya que yo lo quería bajar en Conchán, en honor a lo bien que me cayó. Y los demás andaban en casi las mismas. Los piojos seguían revoloteando los pelos de la alcoholizada mujer. Ya no eran 12, sino 10 los centímetros que separaban los rostros de la confundida y el rellenito. La dormida, ya en otro estado, podía cambiar los discos de la radio. Lo que ella no sabía, era que se iba a quedar en mi casa (para los sapos, la continuación de ese episodio, la escribiré en otro cuento). Y yo me había prendido el primer cigarro dentro del carro.

Los fui dejando poco a poco. Primero a la confundida, que se bajó con un más desorbitado gordito, después a la borrachita y, finalmente, llegué a mi casa. Abrí la puerta y la somnolienta copiloto se echó rápidamente en mi desordenada cama que era cubierta por mi cubrecama de militar y me dijo: solo vamos a dormir. Sí, está bien. Como tú digas. Solo dormir.

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