martes, 23 de junio de 2009

Travesía en el Humboldt: Conversaciones en alta mar

La vida en el océano no solo puede ser relajante y apacible, sino también muy sacrificada. Algunos viajes, como los que emprende el BIC Humboldt a la Antártida, pueden durar meses. Lo que no puede perderse es el buen humor

Sube la pesada ancla, taca-taca-taca-taca. El penetrante ruido no me deja escuchar nada más. Solo el taca-taca-taca-taca del sonido de la gigante cadena. Mientras, llegan los marineros a la proa para un ritual que tiene que salir a la perfección: extraer del mar ese pedazo de metal que una vez fuera significará nuestra libertad. Soy el único extraño en la escena, pero me hablan con amabilidad y sin parar. Asiento con la cabeza al ritmo del taca-taca como si entendiera. Sonrío, pero no escucho nada. Estamos sobre el buque de investigación científica Humboldt, la única embarcación peruana que ha llegado a la Antártida para instalarse en la base Machu Picchu. Tras 20 minutos, terminó el taca-taca-taca-taca y, por fin, podemos conversar.

Este viaje fue una invitación del Proyecto Caral y del Gobierno Regional del Callao para conocer Áspero, el puerto más añejo de América, con 5 mil años de antigüedad y ubicado a 192 kilómetros al norte de Lima. La misión suponía unir nuestro principal puerto con el primero del continente.

Mientras trataba de acomodarme en el buque, “Pajarito” (que era el tripulante de turno y, por lo tanto, el responsable de cuidar que todo marchara bien) no paraba de hablar y nos tenía mudos, a mí y a Fernando Fujimoto, mi compañero de viaje.
— Tú eres japonesito, y tú, chinito.
— Sí.
— Japonesito, chinito; chinito, japonesito. ¿Y qué? ¿Hay más en El Comercio, chinitos o japonesitos?

Pajarito habla con diminutivos: chinito, japonesito, barquito, hijito, esposita, comidita, paseíto. Antes de ser marino vivió en Chanchamayo, en la época más fuerte del MRTA. La vida en el mar le ha dado más tranquilidad. Le gusta. Se ríe y cuenta sus travesías a la Antártida. Ha ido tres veces y cada vez se sorprende más: “Allá todos te ayudan, sin importar de dónde llegues. Brasileños, chilenos, argentinos. Conocí también a muchos chinitos como ustedes. Perdón, chinitos y japonesitos. Me gustan las chinitas. Pero tienen tetitas chiquitas. Tampoco se pintan. Siempre están bien cubiertitas. ¿Y ustedes comen con palitos? Yo quiero aprender”. Después de tanto comentario sin pausa solo quedó reír. Apenas llegaba alguien a la proa, nos señalaba con el dedito: “Chinito y japonesito, son amiguitos y comen con palitos”.

Hace varias décadas los japonesitos y los chinitos llegaron al Perú en inseguras embarcaciones. Eran, en su mayoría, hombres que se iban de casa con la esperanza de reunir algún día el dinero suficiente para traer al resto de su familia a esta nueva tierra. Supe, Barranca y Huacho fueron los principales destinos de los inmigrantes asiáticos; sin embargo, los fuertes en esta zona fueron los japoneses, que terminaron construyendo el cementerio nipón más hermoso de América: San Nicolás.

Mi familia nunca vivió en el norte, la de Fernando, sí. Éramos dos descendientes de asiáticos en un barco que arribaba al puerto de Supe, como hicieron centenares de paisanos. Fernando iba en busca de sus raíces. Llevaba un mapa con la ubicación de la casa donde vivió su familia. Quería tomar fotos y preguntar por sus antepasados. Al día siguiente cumpliría su tarea.

Cambio de turno. Llegó un marinero viejo, con lentes oscuros a lo Stevie Wonder, botas recién compradas con el sticker de la talla en el talón, gorra y una sonrisa. Durante su juventud, Juan Campos militó en el PPC. Fue líder en el norte del país y llegó a conocer a personajes políticos de la época. Pero el mar ganó: “Apenas conocí lo que era navegar, me enamoré. La vida es más tranquila y no hay peleas por tonterías. Todo es paz. Además, he podido levantar infinidad de “pescaditos” en cada puerto al que llegaba y eso me gusta”.

Sin darnos cuenta, la proa se había llenado de personas que escuchaban sentadas en el piso y que miraban fijamente a este narrador de cuentos, que no se cansaba de contar peripecias marinas recolectadas a lo largo de más de 20 años en el Humboldt y de 16 estadías en el continente blanco. “En la Antártida no hay disputas, fronteras ni nacionalidades. Todos son buenos vecinos, tan buenos que hasta comparten las fiestas. Lo malo es que hay pocas mujeres. Además, nos ayudan siempre. La mayoría de países tiene más tiempo por allá y están más equipados”, comenta Campos.

Ser marinero no es fácil. Cualquier falla podría ser fatal. “¿Has visto la película “El barco fantasma”? ¿Recuerdas el accidente del inicio, cuando se zafa un cable y este le corta la cabeza a todos? Pues eso puede pasar, por eso debemos tener todo controlado y estar atentos”, comenta Manuel Brenner en medio de su turno en la proa. Reconoce que lo más complicado es estar lejos de la familia. A veces, cuando se van a la Antártida, el alejamiento puede llegar hasta los tres meses. Hacen lo que pueden para distraerse. Han acondicionado una mesa de ping-pong al lado del comedor y tienen un fulbito de mano en el que los goles los hace la marea.

Por lo que cuentan, en el mar todos colaboran con los demás. ¿Por qué, entonces, hay tantas disputas por el mar? Somos los que estamos en tierra los que nos peleamos por el mar, donde la vida no es salada sino dulce.

Después de 13 horas de viaje, de conversaciones acerca de Fujimori, de lo mal que nos va en el fútbol, de la vida en pareja y de la belleza femenina, del mar y sus peligros, de la Antártida, y de algunos minutos de sueño ligero, llegamos a Supe para al día siguiente conocer Áspero. Baja el ancla con lentitud. Vuelve el taca-taca-taca-taca.


http://www.elcomercio.com.pe/noticia/287761/travesia-humboldt-conversaciones-alta-mar