martes, 16 de febrero de 2010

Puntos de más

Odio San Valentín. Odio porque en todos lados te quieren vender diferentes cosas para que le lleves a tu pareja. Todos regalos ordinarios y comunes que suelen darse los enamorados sin gracia ni apetito. Chocolates, ropa, perfumes, flores, cenas en restaurantes y cosas materiales que le quitan emoción a cualquier relación. Y, aunque no lo crean, existen mujeres y hombres que gustan de esas costumbres. De ellos vive este mercado consumista. Lo odio porque durante las semanas previas todo es rojo o rosado y empiezan a bombardearte el buzón del correo (electrónico y postal) con cientos de ofertas que no estoy dispuesto a pagar. Nunca en mi vida festejé este día. Todo está lleno, todo el mundo se acuerda de su pareja en ese día, como si todas las semanas que pasas al lado de alguien que quieres no fueran especiales. Lo mismo que pasa con el Día de la Madre o el Padre. Todos se esmeran durante ese domingo, a las mamás les regalan electrodomésticos y a los papás corbatas, y no se acuerdan de ellos durante el resto del año. Me desespera San Valentín porque muchos en el Messenger colocan mensajes amorosos dirigidos a sus parejas. ¿Acaso eso no es algo íntimo? “Eres el amor de mi vida”, puso una incauta. Otros en el Facebook se desviven por querer demostrar que viven un sueño de Hadas con sus parejas. Cuelgan fotos besándose, un poco más y publican fotos teniendo sexo, se juran amor eterno y se responden por medio de los comentarios de las fotos. ¿Acaso eso no se lo pueden decir en persona? ¿No es un poco ridículo estar ventilando a dónde fueron ese día o a dónde van a ir? ¿A quién le importa? Bueno, ya cada uno con su tema. Y bueno, este 2010, en Londres, no fue la excepción. No festejé. Tampoco tenía con quién. Pero tuve a mis amigos al lado. La pasamos bien, pero a pesar de eso, lo sigo odiando. Lo odio y, en venganza, esa noche me dejó una marca que difícilmente se borrará del todo.

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Eran las 2 de la mañana, me imagino. Salíamos de un bar en Notting Hill (sí, el barrio de la película) y decidimos ir a sacar un vino y un whisky de la casa de Sergio. Él vive en una residencia de estudiantes. Una sofisticada que más parece un hotel, puertas dorado brillante y piso de mármol, con un recepcionista que te mira con mala gana y te pregunta en todo momento a dónde vas. Bajó y nos fuimos directo al parque. Dicen que los peruanos tomamos de pie y es verdad, buscábamos un parque para tomar de pie. Y nos fuimos al más grande. Al Hyde Park. Estaba con Sergio y Marco (un peruano-alemán que recién conocí y que pudo habernos malogrado la noche con sus arranques violentos queriéndose pelear con todo el mundo que pasaba a nuestro lado o lanzando las botellas de vidrio a la pista). Pero bueno, llegamos al parque y estaba cerrado. Todos los parques los cierran en las noches. Y no se le ocurrió mejor idea a Marco que trepar. Él estaba acelerado. Pidiendo coca a todos. Queriéndose parchar. Yo no consumo esas cosas y Sergio tampoco, así que no lo podíamos ayudar con ese tema. Entonces este audaz conocido decidió saltar la valla de seguridad del parque. Sergio lo siguió. Yo prefería no entrar, pero me ganaron, dos contra uno. Y salté, resbalé y caí. Quise hacerlo rápido, como cuando tenía 15 años y todo era fácil. Pues han pasado 12 años y mi cuerpo, aunque estoy llegando al peso de ese entonces, está un poco oxidado. Me fui de costado. Tengo raspado todo el brazo derecho, la nalga derecha no me permitió moverme con normalidad en las siguientes horas por el dolor y mi cabeza se dio contra el pavimento y terminó con un corte que le correspondió 4 puntos de cocida. Apenas me levanté, no me había dado cuenta de la gravedad del asunto. Me limpié el polvo y fui a buscar la botella. Sergio me miró con cara extraña. Sentí mi rostro frío, un poco húmedo, puse mi mano a la altura del ojo derecho y se empapó de sangre. Estaba mojadito. Salimos rápidamente del parque y tomamos el primer taxi que vimos. Primera vez que subo a un taxi en Londres y fue en pésimas condiciones. Nos llevó al hospital.

Llegamos. La sangre había dejado de salir y, después de dejar los datos en la recepción, procedí a sentarme en la sala y esperar. Habremos esperado dos horas hasta que me atendieran. Mientras tanto, mis compañeros seguían bebiendo en la sala de espera del hospital en vasos descartables. Yo paseaba por todas las salas del hospital, jugando a encontrarme con una linda enfermera que me atendiera. Las seguía a todas. Ellas se reían, me hablaban y, extrañamente, nunca me echaron de las salas de atención. Miraba a los demás pacientes y conversábamos. Algunas enfermeras se me acercaban y me invitaban un poco de agua. Una, rubia alta, ojos celestes, delgadita, de unos 30 años, con una sonrisa maternal y uniforme azul oscuro, me empezó a hacer muchas preguntas (como de dónde soy, si tengo novia, si me gusta Londres, qué hago en esta ciudad), me hizo bromas acerca de mi cabeza y en todo momento me trató con extremo cariño. A pesar de la herida, que todavía seguía latiendo, estaba feliz, hasta que vino un enfermero moreno y grandulón que me sacó de la sala. A esperar afuera, me dijo con mucho respeto pero algo de rudeza. Pues salí y mis compañeros de juerga seguían tomando en la sala de espera. Nadie nos decía mucho. Ellos tomaban con tranquilidad y al parecer a todos les parecía normal. Hasta que me llamaron. Salió el moreno grandulón que me echó minutos atrás.

Entré a la pequeña sala de servicios ambulatorios para que me cocieran. Sergio entró conmigo y el enfermero. Los tres conversábamos, hacíamos bromas y Sergio me traducía todo lo que me decía el moreno. Sergio, sí le entiendo, no te preocupes, gracias. El moreno reía. Y Sergio seguía ahí, haciéndome compañía, pegadazo viendo cómo me iban cerrando la pequeña herida. Bueno, a coser. No sentía nada. Y sin anestesia. Cerré los ojos, me relajé y esperé a que terminara. Me quedé dormido y me despertó el enfermero. Listo, te puedes ir.

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Al día siguiente hice mi mudanza. Me fui a la casa de Rodrigo, un amigo peruano que me ofreció vivir con él mientras tanto. Desperté, cargué mis cosas y salí rumbo a mi nuevo hogar por las siguientes semanas. Se me hizo muy difícil cargar con todo. Llevaba una mochila gigante sobre la espalda, otra mochila para llevar la Laptop en el pecho, un taper grande como para guardar la ropa en el brazo derecho y, en el izquierdo, una carretilla, de esas para hacer el mercado, que jalaba como podía. Todo lo que tenía estaba repleto de cosas. La mochila del pecho se me chorreaba para adelante, el taper me torcía el brazo y la carretilla se me caía cada 20 metros. Caminaba pensando en llegar a la estación del metro. Cuando llegué e iba bajando, como podía, las escaleras mojadas por la lluvia, resbalé y mi trasero fue rebotando por todas las gradas al igual que mis cosas. Una chica que tenía al frente me miraba asustada, tapándose la boca, al notar también el corte en mi frente y lo aparatoso de la caída. Uno de los trabajadores de la estación salió y me ofreció ayuda. No te preocupes, todo está bien, gracias, lo despaché. No quería ayuda, atiné a matarme de risa, recoger mis cosas y seguir mi camino, bueno, sí, después de sobarme por unos minutos el trasero.

Cuando alguien me mira en la calle, me mira la frente. Cuando voy a comprar algo a una tienda, me miran la frente. Cuando voy a mis clases, me miran la frente. Cuando voy en el metro, me miran la frente. Ya nadie me mira a los ojos. Todos me ven con susto, en especial las mujeres y los niños. Nunca me he sentido tan observado en Londres, una ciudad en donde nadie se percata del otro. Sin embargo, días después, ya no me duele, pero me pica y me arde. Quiero que se vaya, no verla más, no sentirla ni tener necesidad de verla para saber cómo está. Quiero rascarla, pero no puedo, tengo miedo que se abra. Pero mejor no la toco, como me decía mi madre cuando me curaba todas las heridas que me hacía de niño: hay que dejar que las heridas cierren bien, porque después se infectan y demoran en cicatrizar. Como algunas otras que quedan marcadas, innecesariamente, por mucho tiempo.

2 comentarios:

Clu dijo...

Una carcajada sola.

Al menos de esta chocoaventura te quedó que no eres invisible en un país ajeno.

Espero que te mejores pronto. Los San Valentín son deprimentes, odiosos. Mejor que ni existan.

menchis dijo...

Las salas de emergencias siempre guardan historias. Yo caí (literalmente también) en una hace aaaños y aún recuerdo al doctor churro que me puso a dormir y a la enfermera nazi que me llenó la boca sangrante con una mota de algodón empapada en alcohol.
Y sí, las heridas mejor no tocarlas ni hacerles mucho caso. Y sí, terminan sanando toditas, en serio.