miércoles, 26 de marzo de 2008

La ciencia de los sueños

Era la última semana de clases. Solo faltaba dar un examen final. El de lengua. Era nuestro primer año en la universidad y todos habían jalado un par de cursos. A lo lejos vi algo que se movía extrañamente. Esa fue la primera vez que vi a Franchute. José Francisco Carreño Solís. Alto, moreno, bembón, ojos marrones y desorbitados e inocentes, pelo negro duro por la resina y el gel, con una raya bien definida a un costado. Siempre con terno. Tiene de todos los colores. Azul, verde, morado, celeste. Todos setenteros. De esos que de lejos ya huelen a naftalina. Adornados con corbatas delgadas, desgastadas y arrugadas.

Ha ido y sigue yendo a la universidad desde hace 15 años. Ha ayudado a decenas de personas de diferentes especialidades y edades. Todos lo conocían en la esquina de la sala de lectura de la biblioteca central. Parado ahí. Mirando a todos. Sin decir nada. Una vez que cualquiera se le acercara era inevitable hacerte su amigo. Buena onda. Inocente. Buen amigo. Algo transtornado, pero de buen corazón, como pocos en este mundo.

No lo conocía. Solo de vista. Más adelante lo conocería. A mí no me tuvo que hacer ningún favor, tampoco llegué a ser de su grupo cercano de amigos. Sin embargo, veía cómo se preocupada por ellos. Los ayudaba a hacer los trabajos finales, se metía a la biblioteca, les sacaba todos los libros que necesitaban, les hacía la mayoría de los resúmenes, hasta les compraba las empanadas en la cafetería. Un todo terreno.

Quería ser diplomático. Sus intenciones de entrar a la escuela diplomática se mantuvieron intactas. Lamentablemente nadie le dijo que eso sería imposible sin una buena vara o un largo apellido. Si no tiene ninguna de las dos (su caso) sería imposible. Pero él seguía batallando. En las cafeterías y en los jardines de la universidad, en el micro, en la sala de su casa, en el paradero, los siete días de la semana y las 24 horas del día. Mientras que en sus tiempos libres ayudaba a algún zángano con sus tareas.

Pasaron los años y él seguía ahí, en la universidad, en sus salones, en su biblioteca, en los jardines y en el paradero de los micros. Los años no han pasado para él. Un día, resaqueado y con un cigarro en la mano, me lo encontré. Ya no vestía su terno, sino zapatillas, un buzo y un polo bien gastado, como si hubiera terminado de jugar pichanga. Había salido a correr, ya no iba a la universidad, no le interesaban los libros y todo lo que había aprendido, lo estaba desperdiciando. Con los ojos rojos y el rostro empapado me confesó que ya se había desanimado, para él todo fue más complicado, ya no quería ser diplómatico. Estaba decepcionado de la vida o, mejor dicho, de la vida que le tocó vivir. Siempre soñó con ayudar a los demás. Ahora, no quería saber de nadie. Tenía planes de hacer un negocio. Importar ropa de China. Le deseé suerte y me fui.

Hace unas semanas lo volví a ver. Estaba en terno, uno nuevo. Negro. Elegante y fino, con una corbata negra, camisa blanca, bien planchada. Gemelos dorados que hacían resaltar sus mangas como si fuera la de un príncipe. Estaba dentro de un ataúd. Lo atropelló un carro cuando estaba yendo a recoger unos papeles a la universidad, después de haber llegado a un acuerdo con un empresario oriental. Todo fue tan jodido, que no sé qué pensar. Mi mente se mantiene en blanco y cuando lo recuerdo, sonrío por su cara de pavo. Pero también me da pena. ¿Él desperdició su talento o somos nosotros los que no lo aprovechamos?

La vida es tan jodida que ya no se sabe qué hacer. Si buscar cada día ser mejor, luchar por tus sueños, pelear hasta lo último (como intentó él) o simplemente dejarse llevar, si igual, al final, todos iremos a parar al mismo hueco, con los mismos gusanos.

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