martes, 24 de febrero de 2009

Cuando no se entiende nada

La primera vez que la vi, estaba de rodillas. No me pedía perdón ni hacía alguna pirueta, tampoco alguna malcriadez con el cierre de mi pantalón (que no me hubiera negado), ni mucho menos se encontraba haciéndome reverencia. Tan solo compraba sandalias en un puesto de una feria navideña en Surco.

Josefina es francesa. Llegó al Perú para esos muy de moda trabajos de colaboración internacional. Era comunicadora social. Tenía una bonita sonrisa. Pelirroja. Pálida, casi transparente. Nunca me habían gustado las mujeres así, pero con ella fue diferente. Como muchas cosas en la vida, no sé por qué. Giró y preguntó: ¿verde o amarillo? Verde. Contestó un moreno alto y muy flaco. La ayudó a levantarse y le intentó dar un pico en la boca. Ella no quiso. "¿Qué haces acá? Te dije que no te quiero ver más", dijo. No quise escuchar más, así que me fui a seguir buscando mi regalo navideño con lo poco que me quedaba de la gratificación.

Después de dar varias vueltas por los puestos, me la volví a cruzar. Esta vez estaba al final de uno de los pasillos, moviendo la lengua como desquiciada. Arriba, abajo, a los costados. Estaba sola. Tratando que su copa de helado no se le derrita completamente, luchando como una niña de 5 años. Embarrándose toda. No puedo negar que quise ayudarla. Mientras iba acercándome, ella se iba poniendo más roja de la vergüenza. Me puse a su lado. ¿Quieres un poco?, me preguntó con su español masticado. No acepté porque ese placer solo era para ella, no me pertenecía.

Sin que nos hayamos dado cuenta, estábamos conversando y riendo en una de las mesas del Juanito. Un bar barranquino muy cómodo para comer butifarras, tomar pisco y mucha cerveza. Es de esos antiguos, techo alto, muebles viejos y un poco descuidados y espacios un tanto reducidos. A mí siempre me ha gustado, a ella le gustó. No sabíamos que ese bar de buena muerte se convertiría en nuestro escondite por algunas semanas.

El chico de la feria era su ex novio. La seguía y la acosaba. Un limeño pituco. Asiduo de las discotecas de moda. Solo va a comer a restaurantes finos. Maneja un BMW del año, dos puertas, plateado con lunas polarizadas. Veranea en las playas de Asia y sus fines de semana finalizan siempre en el boulevard de Asia. No concibe su vida afuera de su burbuja. Nunca fue sencillo. Nunca le habló a su empleada, más que para pedirle que le suba su desayuno o que le limpie su baño.

Un fin de semana loco decidimos irnos hacia el norte, a Máncora. Queríamos playa. Arranqué el carro y tomamos la carretera Panamericana norte. Caleteando, entrando en casi todas las playas, cantando, disfrutando del paisaje de la vida, de la naturaleza. No llegamos a Máncora, no por mi carro sino por el tiempo. Nos quedamos en Huanchaco, la más famosa bahía de Trujillo. Una playa que podría ser bonita si no fuera porque va mucha gente, mucho vendedor ambulante, mucha suciedad. Sin embargo, nos quedamos. Los primeros días fueron excelentes. Sexo, playa, cerveza, drogas y más sexo y más cerveza. Gracias a nuestro bajo presupuesto, alquilamos un cuarto con una cama matrimonial tan cómoda como una carpa en campamento. No teníamos más. Ahí nos la ingeniábamos para colocarnos en todas las poses posibles. No nos podemos quejar.

La última noche por el norte, me confesó que iba a regresar con su ex. No lo podía creer. Me hizo ir hasta allá solo para decirme eso. ¿Qué quería? ¿Despedir nuestra relación en la playa? Mejor hubiera sido en cualquier parque y nadie se picaba. Una loca. No le pedí explicaciones. No soy el dueño de nadie para hacerlo. Solo giré sobre mi cama y esperé a que amanezca. Salió el sol, hice mis cosas, bajé a pagar la cuenta, regresé a la habitación y le dije que me regresaba ya. Si ella quería se podía quedar. Josefina se paró, agarró su maleta y se vino a Lima conmigo. En todo el camino no hablamos. Ella me pidió disculpas, pero a mí me daba lo mismo. Haz lo que quieras. Regresar con alguien que le sacó la vuelta, que la trató mal, que inclusive era totalmente distinto que él, simplemente, no entendía. Cada cual con su locura. La dejé en su casa y adiós.

Lo que más me fastidiaba era haber conocido a una persona interesante, inteligente y bonita que se dejara pisotear por las personas. Antes ella había tenido una relación igual de tormentosa. Un venezolano, con el que convivió durante tres años en Francia, le sacó la vuelta. No solo una vez, sino todos los fines de semana del año. Ella administraba un bar y en esos días, el ‘veneco’ se aprovechaba y metía niñas a su casa. ¿Cómo se enteró? Él se lo confesó. Y ella, apiadándose de dicho acto de confianza, lo perdonó y mantuvo la relación con él. Cuando me lo contó, yo me indigné. Pero no podía hacer más. Es su vida. Cada uno hace con su cuerpo y mente lo que se le da la gana.

La niña de la bicicleta azul

No sabía nada de ella. Solo me la encontraba en el malecón cuando salía a montar bicicleta o cuando iba al grifo a comprar un paquete de galletas soda como cena. Ella siempre en una bicicleta azul de paseo, esas con canastillas en el timón. Pelo suelto. Bincha en la frente. Sonrisa a medias. Nunca demostraba más. Estuvimos dos semanas intercambiando miradas. Solo eso. Después, no la volví a ver.

Han pasado dos años y he cambiado de departamento. Estoy dentro de una quinta. Con la entrada delgada, con una pileta en medio y varias bancas (las de parque) alrededor. Durante la primera semana, la que dura la emoción de la novedad, me la pasé leyendo en una de las bancas junto a la pileta. Con un vaso de ron en una mano y un cigarro en la otra. Nunca me cruzaba con mucha gente, en realidad, con nadie. Parecía que todo estaba desocupado. Pero siempre veía luces en todas las ventanas.

Un día, mientras trataba desesperadamente que no se me cayera mi helado, la vi pasar otra vez. También era verano. Estaba en la misma bicicleta y llevaba los mismos gestos en el rostro, linda sonrisa. El tiempo no había pasado para ella. No fue por el malecón, fue al lado de la pileta. Se metió justo en la única casita de un solo piso. Intenté hablarle, pero no me salió nada. Entre el cigarro, el ron, el libro, el helado y toda mi emoción por verla, no abrí la boca. Solo la dejé pasar. Curiosamente, de inmediato, después de haber entrado a su casa, salió por la ventana. La misma que yo había estado viendo durante los últimos días. Siempre andaba abierta, sin cortinas. Dentro, todo desordenado. Ceniceros por todos lados. Libros regados en el piso. Cuadros de pinturas abstractas en las paredes. Cama totalmente desatendida. Era de ella.
Yo estaba de vacaciones. Así que tenía mucho tiempo para leer y no hacer nada más. Solo me faltaba dinero para el ron. Me quedaba un concho como para dos vasos. Esa era mi única preocupación.

Era de tarde. Terminaba de almorzar una enchilada de pollo complementada con una cremolada de maracuyá de la Super rueda. Un lujo para mí en éstas épocas. Me mantenía sentado en la misma banca de siempre. Con un cigarro en la mano. Esperando dos cosas. Que la comida baje para ir al baño y que pase esta chica de la bicicleta azul. Ni una ni la otra. Creo que estaba estreñido. Hasta que abrió la reja. Y a mí, me vinieron las ganas de ir al baño. Me paré y me fui. Un problema: me di cuenta que mis llaves se habían quedado dentro de la casa, sobre la mesa. Desde afuera las veía. No había comenzado y ya me sentía cagado.

Me quedó mirando. Me saludó. Y yo, tímidamente, le levanté una ceja indiferentemente, como si no la hubiera estado buscando todo este tiempo. Bajó de su bicicleta y entró a su casa. Entró y a los 5 minutos salió por su ventana. No me quedó otra que pedirle el baño. Le expliqué lo que había pasado. Se rió, linda como siempre, y me abrió la puerta. Se siguió riendo. No me importaba si era de mí. Solo me detuve unos segundos para sentir su olor. Delicioso.

Lamentablemente, eso no ocurrió. Solo lo aluciné mientras buscaba mi llave. Nunca entró, nunca me sonrió. Encontré mi llave: estaba tirada en el piso. Entré a mi casa, hice lo que me apresuraba y regresé a mi lugar. No podía perder de vista esa reja. Durante los siguientes 45 minutos, solo pasó una señora de 60 años con su poodle; el jardinero de la quinta; un paseador de perros; otra anciana (me di cuenta que en la quinta habían muchos adultos mayores); dos niñas con su mamá que venían a visitar a su abuelo; y unos pajaritos que llegaron para gorrearme lo que me quedó de un paquete de galletas que tenía en mi canguro. Cuando empecé a limpiar las sobras de los pájaros, ella entró. Esta vez sí.

No sé por qué nunca puedo hablarle. Las palabras no me salen. Mi atrevimiento fue opacado por mi oculta y, a veces, expresa timidez. Solo me miró y sonrió. Yo también. Hola. Hola. No se acercó, solo se metió a su casa. Yo continué leyendo. Bueno, traté. No pude. Dejé todo en mi casa, arme un cigarro pequeño y salí a caminar por el malecón como en todas las tardes. Al regreso, me volví a sentar en la banca. La ventana seguía abierta. Entre a mi casa, subí al segundo piso, arme otro cigarro y me puse a observar el cielo por mi ventana. Bajo la mirada y ella estaba ahí. Echada en su cama. Desnuda. Boca abajo, con el pelo recogido. Espalda pequeña. Trasero también pequeño pero sutilmente firme. Como el de una niña. Pero más firme. Cada vez me comencé a enfermar más. Quería lanzarme sobre ella y tocarla y besarla y mimarla y hacer todo lo que en este tiempo me había contenido. Pero no podía. Decidí no loquearme más y cerré mi ventana. Me eché en la cama, prendí mi computadora y empecé a escribir. Hojas y hojas, tratando de no loquearme más. Además de estar drogado, estaba excitado. Había prometido no masturbarme más, pero lo hice. Pensando en ella. Proyectándome una noche con ella. Con mucho alcohol y drogas. Terminaríamos ebrios. Acariciándole su delicado cuerpo, su dulce espalda, sus pechos, sus pezones y finalizar en sus muslos, lamiéndola suavemente hasta terminar totalmente mojados, ambos.

Pero bueno, después de terminar mi fantasía, me quedé dormido. Me levanté al día siguiente y ella no había cambiado de posición. Me mostraba su espalda y su ya adorado trasero. Evito mirarla. Pero no puedo. Sigo pegado a la ventana. No me contengo. Y así pasaron varias semanas. Yo desde mi habitación en un segundo piso, pajeándome a doble turno. Ella en su cama, desnuda. Frotándose con su almohada. Amor en silencio. Yo miraba, ella se dejaba mirar. Sentí que lo hacía a propósito. Para alimentar mi morbo y despertar cada poro de mi cuerpo; erizar mi piel y darme más ganas de tenerla entre mis brazos (y mis piernas).

Pasaron cuatro meses y me mudé a un departamento a dos cuadras de ahí. Después de todo, creo que no iba a suceder más. Nunca más la vi. Seguí solo, conviviendo con los cigarros, el ron, la marihuana y las masturbadas. Hasta ahora no la vuelvo a ver. Ni por el malecón ni desnuda en su habitación. Solo en mi imaginación.